Noto que la belleza se nos presenta hoy como una idea anticuada, retrógrada, inútil o en el mejor de los casos ingenua. El arte, que era antiguamente su refugio natural, la ha abandonado. Nuestra cultura, en muchos aspectos, la ha abandonado. Pero eso no es todo, y ni siquiera es lo más importante: parecería haber una cruzada contra la belleza, una reacción que se enorgullece en destruirla. Pero, ¡qué feo es todo!
Hay un día de la semana en el que transito largamente la calle 10. En un momento del trayecto recorro los poco más de cien metros que separan las avenidas 51 y 53. Siempre voy mirando a mi izquierda, y ahí está: ese mamotreto horrendo al que todo platense conoce como Teatro Argentino –aunque hoy su nombre oficial es Centro Provincial de las Artes Teatro Argentino–. No es que no tenga competencia, pero hay algunos motivos que me llevan a considerarlo el edificio más feo de la ciudad. Ese octógono enorme, flanqueado por vidrios en horizontal y de un gris que lo único que puede motivar es tristeza, alberga las instalaciones del teatro más importante de la ciudad, y el segundo en renombre a nivel país. No es joda, por si algún despistado no está al tanto, el Teatro Argentino se inauguró en 1890 y de entonces a hoy pasaron por sus tablas personalidades de la talla del compositor Richard Strauss en 1923, quien declaró que la sala tenía una de las mejores acústicas del mundo, acompañado de la Filarmónica de Viena. Pero eso no es todo, también vinieron Arthur Rubinstein, Zubin Mehta, Anna Pávlova, Paula Almerares, Beniamino Gigli, Pietro Mascagni y muchas figuras más. Además se representaron obras de ballet, ópera y música clásica con las más renombradas figuras y creadas por los más icónicos próceres: Ludwig van Beethoven, Wolfgang Amadeus Mozart, Piotr Chaikovski, Frédéric Chopin, Johannes Brahms, Giuseppe Verdi, Richard Wagner, Giacomo Puccini, Georges Bizet y muchos célebres etcéteras.
No es que quiera aburrir con datos y nombres. Sucede que hay algo que no condice, la grandeza y la jerarquía artística que ha pasado y continúa haciéndolo por el interior, con el imperdonable mal gusto de su exterior. En efecto, el teatro fue construido con un estilo renacentista coordinado con otras estructuras platenses, pero sufrió un tremendo incendio en 1977 y tuvo que ser reconstruido. Las obras se demoraron bastante, y recién en 1999 se puso en funcionamiento el actual edificio de estilo brutalista –el calificativo, la verdad, me parece más que acertado–, que sigue erguido hasta hoy. No sólo me disgusta el paquidérmico bloque por lo que en sí es, sino por el entorno que lo rodea. No deberíamos pasar por alto que se halla en uno de los ejes históricos de la ciudad. Si uno sigue el trazado de la avenida 51 podrá encontrarse en la zona céntrica con otros edificios de estilo semejante, o de tendencia academicista, neoclásica o hasta neogótica, como la Casa de Gobierno de la Provincia de Buenos Aires, el Palacio de la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires, el Palacio Municipal de La Plata o incluso la Catedral de la ciudad. En medio de ese núcleo urbano a alguien se le ocurrió levantar –y a alguien le pareció buena idea y lo habilitó– un edificio absolutamente fuera de contexto. Y no solamente en relación al mencionado eje histórico, sino también al corte de muchas edificaciones salientes de la ciudad: pensemos, por ejemplo, en el Museo de Ciencias Naturales, el Colegio Nacional “Rafael Hernández”, el Teatro Princesa –preciosa pieza lamentablemente abandonada y derruida hace ya tiempo–, la casa matriz del Banco de la Provincia de Buenos Aires, el Ministerio de Seguridad provincial, y otros varios en inmediaciones céntricas. Yo sé que aquí es cuando muchos arquitectos podrían saltarme al cuello hablándome de las bondades del estilo brutalista, de sus innovaciones técnicas y de que no podemos vivir anclados a modos exclusivamente del pasado, que nuestra creatividad debería llevarnos a nuevas búsquedas y creaciones. Los respeto, pero en verdad cuando veo un “coso” más propio de una prisión, una base militar o una factoría, que no respeta los alrededores y, para colmo, parece a medio terminar, ya que quedó de color hormigón, dando la impresión de que no alcanzó el presupuesto para la pintura, lo lamento, pero no comparto nada.
Y no, tampoco tiene que ver con que el arte del pasado me guste más que el actual –que sí, lo reconozco, pero no viene al caso acá–. Porque hay modelos arquitectónicos contemporáneos que son de lo más atractivos. La Casa Curutchet, por ejemplo, es un excelente exponente, delicado, y está perfectamente adaptada a la cuadra en la que se ubica. Los rascacielos y el complejo de Puerto Madero en Buenos Aires son indiscutiblemente vistosos; pero ese montaje edilicio sería ridículo y obsceno situado al lado de la Manzana de las Luces de la misma ciudad. Debería parecer algo obvio, en cualquier lado. La Piazza Gae Aulenti en Milano, con su imponencia modernista que hace pensar al transeúnte que se halla caminando por un barrio del futuro, sería una broma pesada si la hubieran emplazado en la misma ciudad, pero al costado de la Piazza del Duomo.
Sin embargo, si se tratara nada más de un proyecto que cayó en la hipérbole de la innovación y terminó siendo desconcertante en el ambiente de una ciudad creada con otra fachada, no sería en definitiva un problema demasiado atendible. La cuestión es más profunda. Tiene que ver con un fenómeno que en los últimos tiempos tuvo una aceleración muy marcada, en el campo del arte en general, donde la arquitectura es sólo un pilar entre otros. El arte se ha deshecho de la belleza como marca identitaria, se ha separado del rasgo que ofrecía toda su producción desde la Antigüedad hasta principios del siglo XX. Para un griego antiguo o para un alemán del siglo XVIII la belleza podía ser definida de una forma muy distinta y tener orígenes de lo más dispares, pero ninguno de los dos hubiera dudado de que lo propio del arte fuera la producción de belleza. La obra tenía ese fin: mostrarnos la belleza, o de otro modo que el espectador la calificara como algo bello. A partir del siglo pasado esto comenzó a cambiar. El arte ya no fue visto como el campo de producción de belleza, sino que lo que se buscaba con la obra era producir un shock, un “choque”, un hito, en la experiencia del espectador, interpelarlo con algo que lo asombrara y, tal vez, lo hiciera reflexionar. Pero ese shock podía generarse de varias maneras, y no necesariamente a partir de la belleza. Incluso la fealdad, la ridiculez o hasta la repugnancia podrían generarlo. No obstante, en los últimos tiempos este paradigma ha llevado a un nuevo estadio. Ya no es que la belleza puede no ser la llave para provocar la interpelación del espectador; ahora lo que directamente se busca es atacar la belleza, generar algo intencionadamente contrario a ella, ridiculizarla y hasta destruirla. Lo nuevo ya no es diferente a lo viejo. Lo nuevo busca destruir lo viejo; y la belleza es parte de ese pasado que hay que revisar para destruir. Muchas obras nuevas funcionan sobre todo como un insulto y una provocación a la belleza, a esa reliquia de la que muchos se quieren desembarazar.
El fenómeno, dije, es más profundo, muy profundo. Y tiene connotaciones que exceden al arte y al propio campo de la estética. Se emparentan, más bien, con lo que entiendo como degradación cultural. En el imaginario antiguo, la belleza era un valor, trascendente y equiparable a otros como la bondad, la valentía, la justicia, etc. La fealdad, por su parte, un disvalor asimilable a otros tantos. Por eso la obra de arte, su contenido, trataba acerca de los valores o los disvalores. La enseñanza última de la obra era de sentido moral: resaltaba lo bueno y exponía a la vergüenza lo malo. Esto fue así hasta la contemporaneidad, en las diferentes disciplinas artísticas. Si había una puesta en escena en la que se presentaba la obscenidad, materializada de la forma que fuera, ésta estaba armada para que el espectador tomara nota de aquello que debía evitar en su conducta, porque la obscenidad era un disvalor. Asimismo con la soberbia o la ostentación, etc. Sólo el arte contemporáneo pudo poner ante los ojos del público obras en las que disvalores o vicios como la obscenidad, la ostentación, la soberbia, fueran festejados. Esto nos habla de una reacción hacia la virtud.
Pensemos en la tragedia Antígona de Sófocles, tan esclarecedora. El valor disputado entre los dos personajes centrales es el de la justicia. Creonte y su sobrina Antígona tienen de la justicia dos posturas antinómicas. Creonte es un positivista jurídico. Para él, la justicia es el seguimiento de la ley emanada de los organismos competentes que la formulan. Antígona considera que la justicia trasciende a cualquier institución, tribunal, asamblea o magistratura; piensa que hay una idea superior al respecto bajo la que se deben interpretar todas las disposiciones creadas por los seres humanos. El espectador tendrá que ver con cuál de los dos personajes se encariña. Pero lo cierto es que, acertados o equivocados, ambos llegan hasta las últimas consecuencias para defender lo que consideran una virtud indispensable para la vida en comunidad. Antígona pone su vida a disposición. Creonte está dispuesto incluso a castigar a sus seres queridos. A ninguno de los dos se les hubiera ocurrido batallar tanto si no fuera porque estaban convencidos de que lo que protegían era lo bueno. El arte hasta bien entrado el siglo XX tenía esa manía: producir belleza, que se relacionaba con poner de manifiesto que la virtud importaba en una sociedad, y mucho. En oposición, en el arte actual estamos bastante rodeados de ejemplos en los que se exponen las dos características notables de su forma de ser reaccionaria con la virtud. Por un lado, el ataque al entendimiento de la virtud como práctica, que requiere esfuerzo, puntillismo, observancia, rigurosidad, empeño; todas cuestiones que chocan de frente con la inmediatez de nuestro modo de vida. Por otro, la ofensiva a la virtud como contenido, cuando lo que se resalta y festeja es lo que la ridiculiza; al celebrar la obscenidad, la desmesura y la ostentación, hay una expresión de desmedro hacia actitudes virtuosas de decencia, honestidad o austeridad.
Hay, desde hace un buen tiempo pero en el presente con una fuerza muy importante, una cultura propia de la inmediatez, que se distingue por su falta de virtud, y que hace gala incluso de un ataque a la virtud. Claro, podría afirmarse que lo que ha ocurrido es un proceso de democratización del arte. De una sofisticación técnica alcanzable sólo para pocos, estamos viviendo la época en la que cualquiera puede acceder al arte. El problema es que, por ejemplo, cualquiera puede romper con las normas; pero no todos pueden ser rigurosos al respecto, sólo quienes se lo propongan y sean laboriosos en ese ámbito. La forma de vida más inmediata es incluso en ciertas ocasiones despreciativa con la virtud: es decir, rechaza y ataca a aquello que conlleva laboriosidad y que aspira a la excelencia. Lo curioso es que el fruto del arte, la obra, ha devenido en contra del propósito inicial e histórico. Esa laboriosidad que mencionamos se presenta como un gran anacronismo en un tiempo en el que es tan consumida la música hecha a partir de la programación en computadoras. Esto contrasta con el largo camino de estudio y ensayo teórico e instrumental que había que seguir para producir una sonata clásica de Wolfgang Amadeus Mozart, o una lista de canciones de rock progresivo o sinfónico de La Máquina de Hacer Pájaros. En la pintura, la arquitectura o la escultura esto aplica de igual forma.
La belleza es una virtud, y como todas requiere de una práctica obstinada, propia de quien busca generar una forma de ser. No es responsable quien nunca se hace cargo de las consecuencias de sus acciones, o quien nunca repara en ellas, pero alguna vez mostró de forma aislada la preocupación típica del buen ciudadano, o buen amigo, o buen familiar. No, es responsable quien actúa sistemáticamente con responsabilidad. Cuando decimos que alguien lo es, afirmamos sobre su forma de ser. Pero esto nos demuestra que a quien sostiene esa virtud –en este caso moral– le costó alcanzarla y sostenerla, tuvo que esmerarse: después de todo, no le decimos responsable a cualquiera. Producir obras bellas también es un trabajo arduo y largo. Puede ser cierto que cuentan algunos con el talento natural que otros no; pero sin dudas lo es el hecho de que esa condición creativa, singular, debe pulírsela en el tiempo. El ejercicio requiere paciencia y perseverancia.
Producir obras bellas no es fácil. Porque ser virtuoso, en general, no lo es. Cantar bien, tocar bien un instrumento o ser un eximio dibujante no es para quienes no aceptan en ciertas ocasiones la frustración, para quienes necesitan que todo sea ya, o para quienes no pueden postergar sus intereses más acuciantes. Ser moralmente virtuoso tampoco es fácil. Frenar ante un semáforo en rojo o no favorecer a un amigo o familiar haciendo uso del poder derivado de nuestra posición de autoridad no es, tampoco, para los que nunca evalúan convivir con algo de frustración o para quienes sólo importan sus intereses inmediatos.
Habrá quien diga que el campo de la estética no es tan importante como el de la moral, o que uno no tiene que ver con el otro. Pero resulta que en ciertos aspectos sí que se parecen. Hay valores morales en los que confiamos objetivamente y no aceptamos discusión. La libertad de las personas para elegir su proyecto de vida –relacional, sexual, profesional, etc.–, por ejemplo, es un punto que defendemos a capa y espada. Y cuando notamos que en Afganistán ciertas personas son castigadas por no decidir en base a ciertos principios de matriz religiosa sobre cómo relacionarse con los demás o vivir la propia vida, no decimos que eso es aceptable porque se da en otra latitud, decimos que eso está mal: defendemos un valor. Pues bien, con la belleza pasa algo similar. Si bien desde los primeros tiempos de la Modernidad solemos entender que la belleza no está intrínsecamente en las cosas, sino que más bien es una impresión que surge del espectador, no hay dudas de que hay cosas que despiertan esa impresión y otras que no. Si todas las personas pudieran elegir y tuvieran la posibilidad, entre tomar mates en una de las pasarelas con vistas al Glaciar Perito Moreno o hacer lo mismo pero en una reposera frente a las colinas de basura del CEAMSE en Punta Lara todos, argentinos o japoneses, escogerían la primera opción. De la misma forma, y si somos sinceros, nadie podría decir que el edificio del Teatro Argentino es más bello que el de la Municipalidad.
Por otro lado, así como los valores morales importan y mucho para nuestra vida en comunidad –responsabilidad, amabilidad, respeto, humildad, etc.–, la belleza sí que importa. Puede que se le haya hecho mala fama. Porque que alguien sea el jefe en una empresa y le otorgue el puesto de trabajo a quien considera más bello físicamente, prescindiendo de las competencias técnicas, es una aberración que por desgracia ha sucedido y posiblemente suceda. Pero eso no tiene nada que ver con la importancia de la belleza. Contrariamente, la belleza no es una virtud que nos separe y enemiste. Es una virtud que nos aporta sensación de comunidad y confort. Es innegable que, si podemos, queremos vivir en una vivienda bella, en un barrio bello y en una ciudad bella. O frecuentar un club bello. Y eso es porque, en diferentes escalas, esos son espacios que representan para nosotros un hogar, que nos hacen sentir cómodos y, en muchos casos, nos brindan una incomparable sensación de seguridad, apoyo, consolación y comodidad. La belleza va unida a esas sensaciones absolutamente necesarias para nosotros; por eso queremos embellecer esos espacios, mejorarlos, mantenerlos, ordenarlos.
Por desgracia, la falta de talento y dedicación viene a romper con todo lo virtuoso que podemos encontrar en esos espacios. El notorio abandono por el que pasa nuestra ciudad actualmente nos lleva a considerarla cada vez más ajena, cada vez más hostil, cada vez más como un lugar en el que tenemos que estar, y no como un lugar en el que deseamos estar. Los barrios, inclusive las zonas céntricas que siempre albergaron los ejes históricos de la ciudad, están visiblemente venidos abajo. La situación económica contribuye a la falta de mantenimiento, claro está. Pero no todo es cuantificable en dinero. La manía de grafitear cortinas, paredes, portones, puertas y todo aquello que crucemos a nuestro paso no se relaciona con tener más o menos dinero en el bolsillo. Al ciudadano, al transeúnte, lo hace sentir incómodo, asqueado. Es una práctica, de hecho, tribal, anti-comunitaria, que deja en claro que todo es mío, nada es nuestro.
La belleza sí importa. Nos hace sentir bien, nos enaltece. Pero claro, como la mayoría de las cosas que importan, no es “soplar y hacer botella”. Para experimentar el placer y la emoción de escuchar la Sinfonía N° 9 de Ludwig van Beethoven se necesita casi una hora y cuarto de atención, además de cierto entrenamiento: tal vez sea interesante ingresar a la música clásica con alguna de sus sonatas, o incluso con piezas sinfónicas más fáciles de digerir como las de Joseph Haydn. Otra vez, tiempo y dedicación. Es justamente lo que no tenemos: tiempo y ganas de dedicarnos a algo sostenidamente. Mejor enfocarnos en el trap. Total, con Auto-Tune todos podemos cantar bien en un santiamén.
Matías Zucconi