Algo está pasando en Europa. El domingo 9 de junio hubo elecciones para el Parlamento Europeo y se vieron avances relevantes de opciones electorales distintas, que no habían triunfado antes ¿Por qué llegaron a ese lugar? ¿De dónde surgen? ¿Hacia dónde se dirigen? Veremos si podemos decir algo al respecto.
Marktplatz, Mannheim (Alemania). Un hombre de unos veinticinco años irrumpe en la plaza y comienza a atacar con un cuchillo a militantes de la agrupación Movimiento Ciudadano Pax Europa, que se encuentran repartiendo folletos y alistándose para un mitin en el que va a participar uno de sus referentes, Michael Stürzenberger. Ante el bullicio que genera la situación y el forcejeo entre los militantes y el atacante, que logra apuñalar a algunas personas, la policía interviene. Uno de los oficiales se abalanza, da un topetado e inmoviliza en el suelo a uno de los atacados. El agresor, sin impedimentos, se levanta del suelo y apuñala por la espalda al oficial. Acto seguido el delincuente es abatido por un disparo de otro agente. Todo queda registrado, ya que la reunión viene siendo filmada por los propios organizadores.
Los hechos recién narrados ocurrieron el 31 de mayo. Setenta y dos horas más tarde el oficial apuñalado falleció en el hospital. La Fiscalía Federal de Karlsruhe, a cargo de la investigación, dictó la orden de detención del asesino, que se recupera del disparo también hospitalizado. Se trata de una persona nacida en Afganistán y residente alemán desde hace una década. Según las indagatorias y la intervención su celular, se sabe que actuó solo y hay indicios de que se trató de un ataque islamista, en busca de amedrentar a los militantes de Pax Europa, un grupo de marcada tendencia nacionalista, con posturas anti-inmigración y un discurso anti-Islam. Los hechos se dieron apenas antes de las elecciones al Parlamento Europeo, programadas entre el 6 y el 9 de junio en todos los países de la Unión. La pregunta obvia es: ¿existe una relación directa entre este hecho y los resultados en Alemania y otros estados miembros? No, no una relación de implicancia lógica. Pero sí, a la luz del cierre de los comicios, este caso puede echar algo de luz sobre cuáles son los temas de discusión que hoy preocupan a los europeos, cuáles los que no, y cómo pueden entenderse los resultados.
Las estadísticas marcan que las elecciones se saldaron con triunfos importantes de opciones de centro-derecha y, en ciertos casos, de extrema derecha. No obstante, hace un tiempo en este mismo newsletter yo afirmé que “No hay en el mundo, ni siquiera en la región, un avance de la derecha o la extrema derecha. No hay en el mundo ninguna muestra de algo mucho más ridículo: una vuelta del viejo fascismo”. Parecería que el tiempo no me dio la razón. Pero no, vengo aquí a ratificar esa afirmación y, sin negar los resultados, a interpretarlos lo más atentamente posible, buscando los motivos que han llevado a esos porcentajes. Empezaré diciendo que en el mismo momento también sostuve que “Lo que sí hay (…) es una muestra de que cuando las cosas no salen bien suele intentarse cambiar de rumbo”. Esa sigue siendo una de las dos ideas clave de todo este asunto. La otra es que el progresismo, orientación ideológica de las tendencias de centro-izquierda e izquierda de moderada a extrema, sufre de una cultura de la culpa que no le permite conectar con las preocupaciones y demandas de la mayoría de la población en muchos lugares.
Los casos testigos de las elecciones europeas son Francia y Alemania. Lo son por una cuestión poblacional: son los países que mayor número de diputados envían al Europarlamento. Pero también porque sus oficialismos han sufrido una derrota importante hace dos domingos. En Francia, de hecho, Emmanuel Macron disolvió y convocó a elecciones para la Asamblea Nacional en una maniobra que arrojará de cualquier forma una definición contundente. Si su partido logra vencer, los resultados europeos quedarán sólo como un dato a tener en cuenta y con el que lidiar, pero saldrá fortalecido y ratificado en su proyecto reformista. Si pierde, deberá resignarse a aceptar la imposición de un Primer Ministro definidamente opositor con el que deberá compartir las funciones de gobierno. El detonante es que el partido del actual Presidente se ubicó segundo, a más de quince puntos de la Agrupación Nacional que tiene como figura saliente a Marine Le Pen y que representa a una derecha bastante más tradicional que el movimiento que desde el centro puede exhibir Macron. En Alemania la cuestión es todavía más marcada. El Partido Socialdemócrata del actual Canciller Federal Olaf Scholz salió tercero, siendo doblado en porcentaje por la Unión Demócrata Cristiana –otrora partido, por ejemplo, de Angela Merkel– que picó en punta. Pero esto no sería tan llamativo, puesto que hablamos de los dos partidos históricamente tradicionales en el país, que se han debatido el poder desde 1949. Lo sugerente es que el oficialismo salió tercero porque en segundo lugar dos puntos encima entró Alternativa para Alemania, un partido joven que hace unos años viene ganando terreno y es reconocidamente de extrema derecha. Un panorama complejo para un gobierno al que le queda casi un año y medio de mandato.
Hay otro caso importante, que sirve para poner paños fríos, y es el de España. Allí venció el Partido Popular, oposición mayoritaria de centro-derecha, que se impuso por unos cuatro puntos al Partido Socialista Obrero Español del actual Presidente del Gobierno Pedro Sánchez. Es una derrota con un sabor no tan amargo. Tercero, pero a más de veinte puntos, salió Vox, la coalición de derecha más crítica con el gobierno. Si tomamos en cuenta que, además, los siguientes lugares en el poroteo fueron ocupados por algunos partidos autonomistas y la Coalición Sumar, actuales aliados del PSOE, los frutos de la elección no fueron tan malos para la gobernabilidad de Sánchez.
Mostrar estas mediciones debería servir para no sacar conclusiones apresuradas ni meter todo en la misma bolsa. Alternativa para Alemania es un partido de extrema derecha ¿Qué es esto? Bueno, digamos que combina dos ideas centrales de la centro-derecha y derecha clásica, el nacionalismo y las posturas más resistentes a la inmigración; con otra idea más transversal, la resistencia a la politización del Islam; y un imaginario más ultra: la resistencia a considerar la ciudadanía como una cuestión jurídica, la intención de moderar ciertas libertades civiles de los individuos (orientación sexual, costumbres, etc.), el menosprecio hacia la organización institucional del Estado y, en algunos casos, ciertas reivindicaciones raciales supremacistas. Dicho esto, la elección que hizo Alternativa para Alemania fue histórica. No sólo porque salió segunda; no sólo porque mandará a Estrasburgo y Bruselas su número más alto de diputados; sino porque le ganó al propio oficialismo. Sin embargo, ¿estamos seguros de que tanto a nivel europeo como en el Bundestag los votos de Alternativa para Alemania y la Unión Demócrata Cristiana se contarán juntos? Lo dudo mucho. El partido que fuera comandado por Merkel puede mostrarse, como lo ha hecho su ex líder, reticente sobre temas como el aborto, pero jamás tuvo posiciones supremacistas, jamás cuestionó las instituciones del Estado, jamás intentó vigilar las libertades civiles de los individuos y, de hecho, tuvo en la administración Merkel una postura claramente pro-inmigratoria. No niego que Alternativa para Alemania pueda ser, en muchos sentidos, una amenaza para la democracia. Pero sí niego que esa amenaza sea más grande de lo que es; sobre todo que tenga la potencia de verse hipertrofiada por el apoyo de un partido tradicional como la CDU.
Francia tiene un panorama similar y distinto a la vez. El oficialismo no hizo una buena elección, y la gente se volcó por una opción corrida todavía más a la derecha. No obstante, curiosamente la mayor líder de Agrupación Nacional tiene, por ejemplo, una postura muy favorable al aborto y otros derechos de las mujeres. Además, no puede achacársele intentar desestabilizar el sistema institucional, y hay que aceptar que su avance se ha concretado siempre a través de las urnas. Sin dudas que Le Pen, en otros aspectos, asume una reivindicación nacionalista y cuidadosa con ciertas tradiciones: ¿es eso ser de extrema derecha? Sin dudas es crítica de la politización del Islam y tiene una visión que pretende mayores restricciones a la inmigración: ¿es eso ser de extrema derecha?, ¿no es la inmigración un tema a tratar en Francia y en Europa –desde la cosmovisión que sea–? No veo demasiadas similitudes con Alternativa para Alemania, a la que sí podríamos acusar fundadamente de “fascista” en muchos casos. A menos que pensemos que la oposición a Macron constituye de por sí un peligro para la democracia. Pero entonces deberíamos hacer la misma valoración respecto de otras opciones opositoras. El Partido Socialista, organización tradicional de la centro-izquierda francesa, es también opositora al partido del actual Presidente. Y asimismo la izquierda más radicalizada de la más reciente Francia Insumisa –cuarta en los comicios antedichos–. De hecho, Francia Insumisa tiene una postura desde la que genera una de sus mayores oposiciones con Macron, que es su anti-europeísmo ¿Quién esgrime la misma idea? Sí, la Agrupación Nacional de Le Pen.
Por eso, ratifico que lo que ocurre en Europa no es el avance de la ultraderecha ni del fascismo; sino, ante la percepción de falta de resultados y la disconformidad mayoritaria, el triunfo eleccionario de opciones de centro-derecha. Algunas más tradicionales que otras: la Unión Demócrata Cristiana es un partido mucho más viejo que, entre otros, Fratelli d'Italia –pero debemos recordar que en Italia los partidos tradicionales de centro-izquierda y centro-derecha implosionaron a fines de los ochenta y principios de los noventa–. Insistamos, claro, en la excepción de Alternativa para Alemania; pero que difícilmente vaya a formar un bloque con la centro-derecha clásica –de hecho, entre la SPD y la CDU podría erigirse un muro de contención ante la tercera alternativa–.
Hay que pensar, entonces, en cuál es la razón de que las opciones de izquierda y centro-izquierda no hayan triunfado en casi ningún lado –Dinamarca o Suecia son excepciones–. A mi juicio hay dos. Un problema cultural y otro económico. En las opciones de tendencia progresista, el primero imposibilita ver el segundo, y para colmo la cuestión cultural no se comprende de la mejor manera.
Pero empecemos de atrás para adelante. La economía es un meollo delicado. Las sociedades están materialmente muchísimo mejor que hace cien o ciento cincuenta años, pero están con una incertidumbre mucho mayor que en 2019. En el medio, ciencia ficción, la pandemia y el aislamiento. Si a la gente se la encierra y no se le permite trabajar hay que darle dinero; pero la inyección de dinero en el mercado genera inflación –esto casi ni se discute ni en Argentina–; y los europeos no están acostumbrados a lidiar con la inflación: no les resulta raro que durante veinte años su salario haya sido el mismo y el paquete de fideos haya tenido el mismo precio en góndola. Pero cuando países como Alemania cerraron el 2022 con una inflación anual cercana al 7%, que aquí podría ser papita’ pal loro, ¿dónde firmo?, allá se vio como una situación desesperante. El italiano, francés o alemán promedio no acostumbraba ver que su poder de compra disminuyera, o que tuviera que atravesar períodos de reducción de gastos familiares. Para colmo, como la inflación es un caso a atender –teléfono, Argentina–, los gobiernos del Viejo Continente reaccionaron aumentando tasas de interés e intentando retirar dinero del mercado, porque debía encontrarse una solución. Pero eso lleva, claro, al estancamiento, la falta de crecimiento y, en algunos casos, a la retracción económica. En los sectores medios la movilidad en la empleabilidad se vio reducida, por lo que hallar un trabajo se tornó una misión más complicada. Esto colaboró al coctel de descontento. Sumemos el aumento de las tarifas, sobre todo de gas y combustible, por la guerra en Ucrania –la mayoría de los países de la Unión son importadores y dependen de los hidrocarburos rusos–.
Grandes porciones de la sociedad, entonces, empezaron a ver que la economía se tornaba un problema y que sus gobiernos no acertaban a arreglarlo. Para colmo, existía y existe una percepción de que las coaliciones gobernantes como la intelectualidad universitaria están preocupadas, en verdad, por una cuestión cultural, alejada de la economía urgente a la familia que va al supermercado: ecologismo, cambio climático y políticas identitarias. Efectivamente, en Europa se percibe un problema cultural, pero no es ese; en realidad tiene que ver con la inmigración y el desafío a las tradiciones occidentales.
El progresismo esto no puede analizarlo porque vive en la cultura de la culpa, tiene culpa. Hace un tiempo que comenzó a renegar de Occidente y hoy piensa desde un ideario culposo hacia la cultura occidental. Reniega de todas las tradiciones y se solidariza con la causa de cualquier colectivo no tradicional y no occidental. Y se hiperboliza en esa dirección. No sólo apuesta por la no atadura de las decisiones sobre el propio proyecto de vida –por ejemplo, las elecciones en materia de género– a ninguna institución. No, como la Iglesia supo perseguir homosexuales o diversas minorías –y posiblemente las siga sin aceptar–, hay que rechazar el cristianismo de raíz; pero no sólo como religión, sino como cultura. Hay que rechazar el hecho de que una autoridad eclesiástica nos diga qué hacer con nuestra vida privada; pero también hay que rechazar el mensaje de amor, de tolerancia ante lo diferente, de libre albedrío, que propone la misma tradición cristiana. Hay que tildar de opresora, también, a cualquier corriente que la reivindique. Y hay que intentar establecer una alianza incluso con el Islam, una tendencia que en su faceta política se ha declarado reiteradas veces enemiga de Occidente. Ni siquiera importa que el islamismo sea muchas cosas excepto progresista; que su no aceptación a la homosexualidad o las decisiones personales de las minorías sea mucho más marcada y violenta; que las mujeres carezcan, en varias situaciones, de los más elementales derechos civiles; o que la tolerancia, en cualquiera de sus formas, es muchísimo más reducida en los círculos islamistas. Todo eso no interesa, porque el progresismo detesta Occidente, aun cuando goza de todas las garantías típicas de las democracias liberales occidentales, y aun cuando no aceptaría ni remotamente llevar un estilo de vida como el que se lleva en Oriente, o el que impondría el Islam en términos globales si tuviere la oportunidad. Curiosos rechazos y curiosas alianzas. De lo contrario no se entiende lo mucho que le ha costado al progresismo nucleado en la izquierda y centro-izquierda a nivel global condenar los ataques de Hamás del 7 de octubre de 2023.
Tampoco se entiende que el progresismo no tome la inmigración como un problema. Y esto no implica estar ni en contra ni a favor de ella. Pero sí atender la llegada masiva de inmigrantes desde países con una tradición religiosa y cultural muy distinta, la falta de arraigo cultural y cohesión social entre locales e inmigrados, o el ataque a los valores tradicionales locales por parte de grupos radicalizados por motivos religiosos. Pregunto, ¿cómo puede ser que el policía de Mannheim haya intentado inmovilizar a quien era la víctima y no en realidad al agresor, quien terminó propinándole la puñalada mortal? Puede haber sido un error de procedimiento, obviamente. Pero no deja de ser sugestivo relacionarlo con cómo se establecen desde la política y desde la intelectualidad las figuras de víctimas y victimarios. Por ejemplo, cómo podríamos explicar que en varias universidades de Estados Unidos y Europa grupos de manifestantes pro-Palestina hayan impedido el ingreso a las unidades académicas y hayan atacado a estudiantes y docentes de origen judío. Más inexplicable todavía es que las autoridades –universitarias y gubernamentales– hayan tenido hacia ese tipo de hechos una postura tan indulgente. Parece el fruto de una doble vara moral. Si hay un acto de violencia contra un miembro de una minoría –étnica, de género, religiosa, etc.–, allí estará el progresismo para caer con todo el peso de su condena analítica. Si hay un acto de violencia hacia un miembro de un estrato o sector que no se entienda como históricamente bastardeado, o más apegado a los valores tradicionales occidentales, el progresismo parece mirar para otro lado. Hay una especie de indignación selectiva. Como si a la hora de sufrir violencia fuera significativa la orientación ideológica o la procedencia de la víctima. Una persona de ascendencia africana es golpeada en la calle por su color de piel: un horror –comparto plenamente–. Un folletista es apuñalado en una plaza por un atacante islamista: “Bueno, pero eran militantes de la derecha”. Pareciera haber un “pero” que intenta relativizar la violencia.
Los partidos europeos de la izquierda y la centro-izquierda, y la intelectualidad que los apoya, parecen estar obsesionados con ver una amenaza a la democracia en cada esquina, y todas vienen de la derecha –nunca, por ejemplo, de la politización del Islam–. O parecen tener una debilidad por hacer política y eslóganes para las minorías. El problema es que las mayorías no son malas. Las personas heterosexuales, nativas, de ascendencia europea, de tradición cristiana –religiosas o no– y, sobre todo, preocupadas como todos por la inflación, la dificultad de encontrar empleo y la falta de confianza en la movilidad ascendente, no son seres malvados; ni buscan violentar a las minorías –dejemos las excepciones a un lado del análisis–; ni tampoco son responsables del sufrimiento de todos los oprimidos del mundo –de hecho, también tienen sus problemas–.
La derecha parecería comprender hoy mejor las preocupaciones culturales de las mayorías. Esto no implica que mayoritariamente haya una postura anti-inmigración, necesariamente. Pero sí es evidente que hay una visión bastante extendida sobre que debería haber mayores restricciones a la entrada de inmigrantes, controles más serios, y más que nada una mayor atención al desafío que muchos grupos, como los del Islam militante, plantean a los valores occidentales: comprensión de la familia como institución fundamental; igualdad de las personas; libertad de expresión; libertad de crear el propio proyecto de vida y de resguardar las decisiones privadas; derechos de las mujeres; etc.
El progresismo de izquierdas parece ajeno y desprendido de estas cuestiones. Siente culpa y parecen molestarle, de hecho. Como alguna vez la familia tradicional fue el único modelo de familia válido, hoy miran de reojo a cualquiera que opte por ese modelo. Como alguna vez el cristianismo persiguió infieles, hoy reniega de la apertura que existe en los países herederos de esa tradición en torno a los derechos civiles y políticos, y puede coquetear intelectualmente con regímenes orientales –Irán, China, etc.–. Como alguna vez los empresarios oprimieron trabajadores –o algunos incluso lo hacen–, tiene una postura anti-empresa.
Pues bien, la mayoría de la gente no piensa así. Por eso los últimos escrutinios de la centro-izquierda y la izquierda fueron magros; y a la centro-derecha y derecha le fue mejor. Si a esto le sumamos que los resultados económicos se perciben como no satisfactorios bajo algunos gobiernos de centro-izquierda –como hoy en Alemania y en Italia antes del triunfo de Giorgia Meloni–, al progresismo de izquierdas podría costarle avanzar o recuperar terreno en las próximas aventuras electorales.
Matías Zucconi